¿Os acordáis cómo me quejaba hace unos días, por lo del premio que no voy a cobrar? Pues parece que los hados se hartaron de oír mis lamentos y me han concedido un premio de consolación. ¡Hala, hija, toma y cállate ya la boquita!
(Eso demostraría que es cierto el refrán ese de "niño que no llora, teta que no mama").
Cuando acabé de trabajar en la guarde, os conté que me había vuelto loca escribiendo, que en pocos días acabé tres relatos cortos. Coincidió con un correo de la bibliotecaria del pueblo, que siempre que se entera de algún certamen de por aquí cerca, me envía el aviso. Así me enteré de que había un concurso organizado por AEMAG, una asociación de enfermos mentales y sus familiares, que abarca todo el Alto Guadalquivir. Os pongo el enlace a su blog por si os apetece echar un vistazo:
Semillas de Futuro. Entré en él, vi que éste era ya el XX concurso, que había tres premios y que el tema debía versar obligatoriamente sobre "vivencias en torno a los problemas mentales". Leí algunos de los premios de años anteriores, pensé "qué difícil", luego me dije: "bueno, no tanto, puedo intentarlo"... era como un reto.
Primero quise haber escrito sobre la anorexia, que es un tema que siempre me ha llegado mucho, pero eso, a pesar de llegar a ser problema mental, es mas bien un trastorno alimenticio... no iba a ser adecuado. Entonces empecé a leer sobre el trastorno bipolar, y quedé fascinada inmediatamente. A veces piensa uno que tiene muchas cosas en común con algunas de las enfermedades que lee... sobre todo, al hablar de la "manía", yo me he sentido muy, muy identificada, pues sé lo que es eso, lo que yo llamo "ataque de inspiración", ya os he hablado también de cómo me afecta, de cuando empiezo a escribir una novela (porque un relato es corto, y puedo con eso dos o tres días nada más), de cómo no vivo más que para mi imaginación, y a la vez, la locuacidad extrema, el éxtasis... bueno.
Escribí "La Escalera De Cristal". Me quedó... regular, os lo dije, ¿recordáis? Hablaba demasiado "explicativamente", era un relato hecho especialmente para ese concurso, no valía (a mi modo de ver) para otra cosa. El final me quedó... muy romántico. Pero mucho. ¿Pasteloso? No lo sé, pero a mí me gusta, ya ves, para mí la última página salvaba el relato. Además, tenía que ceñirme a cuatro páginas, yo hubiera necesitado entre cinco y seis para decir todo lo que quería decir, pero tuve que reducirme.
Era lo primero que escribía desde "Cosas De Pareja", y estaba desentrenada. Me costó tela. Hasta me dolía la mano. No me fluía como me gusta, sino que sufría para cada párrafo... bueno, no quedé contenta con el relato, pero entonces se me ocurrió aquel que publiqué aquí, del alzheimer, "Desde Mi Olvido", que me dejó contenta y decidí mandarlo al concurso, el alzheimer también entra en las enfermedades mentales aunque provenga de otra cosa.
De todas formas, se podían mandar cuantos relatos se quisieran. Así que, de acuerdo con Anais -eso siempre- decidimos mandar los dos. En la Escalera no teníamos ninguna fé, pero mi peque me decía "a lo mejor, como la bipolaridad no es un tema que suela escoger nadie...", así que aceptamos pulpo como animal de compañía.
Pues, vale, que no me extiendo más, que soy pesaíta: que el miércoles me telefonearon para decirme que había ganado el 2º premio... con "La Escalera De Cristal". Me quedé a cuadros. Bueno, a cuadros pero a saltos (como diría Ester) pero de verdad, la muchacha me lo iba diciendo y yo iba saltando por la casa de mi niña, con el móvil en la mano y tapándome la boca para que no me oyera... ellos me miraban, interrogativos. Anais creía que era que al fin nos iban a dar el Sebastián Cuevas, pero yo le hacía con dos dedos: "segundo, segundo", y la tenía más liada que la pata de un romano.
Pues qué bien: 300 euritos. Por fin gano dinero escribiendo, que aparte de las novelas que publiqué de jovencita, que aquellas si las pagaban relativamente bien, después no he pillado ni un céntimo, y la verdad es que falta hace, y mucha. El premio de novela fueron cincuenta ejemplares y la publicación. Eso sí, vendí algunos en una fiesta que se hizo en el pueblo que trataba de "y tú ¿qué sabes hacer?" y lo mismo vendías pulseras de cuero que cosas de crochet... y yo vendí algunas de mis novelas, pero pocas, la verdad. Y luego el premio de relatos de Villafranca, fue este ordenador (menos mal, eso sí) y el Sebastián Cuevas, incobrado, pero además serían libros, a elegir por mí, pero libros. Ahora... ¡ja, ja! ¡300 eurillos! Comeremos langostinos los cuatro, un día, y nos iremos a comprar algunas pinturitas Anais y yo, un libro que hace tiempo que deseo mucho (el de Lily), un cuadro para Kino, que tiene ganas también hace mucho, quizá un fin de semana en algún sitio, no sé... y el resto (que sí, que sobrará, que yo no gasto mucho) para decir "bueno, esto me lo compro con lo del premio" y no sentirme culpable cuando me encapricho un poquillo con algo, igual que hacemos con "lo del tabaco", que entre las dos cosas, vaya, estoy que me salgo.
Y voy a poneros algunas fotos de la entrega de premios, que fue ¡ayer! Tuvimos que leer los relatos, el primero se titulaba "El Puente De Niebla", me gustó mucho y eso que no me enteré bien, bien, claro, pero pronto los publicarán en el blog y podré leerlos más tranquilamente. El tercero, no recuerdo el titulo, también me gustó mucho, el autor era un muchacho muy jovencillo, de estos que los ven las viejas y enseguida te dicen "ése fuma porros", pues mira, tiene algo más en la cabeza, fume lo que fume. Estaba nerviosillo y ceceaba mucho al principio, pero luego se animó con su relato y lo leyó muy bien. En cambio, el ganador del primer premio se excusó diciendo: "
entre la torpeza y los nervios, prefiero que lo lea mi compañera, María", y lo leyó la chica.
Yo estaba nerviosilla también, cosa logiquísima, pero me tomé un orfidal de los que me ha mandado el médico para la ansiedad al dejar de fumar, y me quedé tan pancha. Además, la verdad es que había ensayado cuatro o cinco veces en casa; una se siente ridícula, la verdad, leyendo en voz alta algo que, encima, lo ha escrito ella misma, pero lo leía cuando Kino (M.P:) no estaba, o andaba por el huerto, o el gallinero... y me alegro de haberlo hecho porque si no, me habría equivocado a veces, no habría sabido darle la entonación, en fin, que hay que ensayar, joder, que no puedes ir por ahí improvisando, que la gente que te tiene que escuchar aunque se aburra se merece al menos eso, que si quieren, puedan enterarse de lo que les leen.
El 2º premio era, además del cheque, una placa muy mona con el escudo de Montoro, que es donde está la sede de AEMAG, aunque cada año dan los premios literarios en un pueblo distinto del Alto Guadalquivir; el año que viene o el otro toca Villafranca, aunque los ganadores de cada año tienen que esperar tres para volver a concursar.
Éste es uno de los retratos de grupo, el chico alto que está tercero por la izquierda es el ganador del 1º; el que está en primer lugar, que lleva en la mano una estatuilla (no sé por qué al 3º le dieron estatuilla en vez de placa), es, como digo, el 3º, los demás son el jurado, el alcalde del Carpio y el presidente de AEMAG. Falta la jurado a la que yo tenía más ganas de conocer, Josefina Solano, malagueña, que el año pasado fue 2º premio con una obra que me ha encantado, "El Duro Oficio De Vivir". Leyéndola, me dije: imposible que nada de lo que yo escriba pueda competir... pero a la vez me dio más ganas de intentarlo. Si queréis leerla, en el enlace de Semillas de Futuro que he puesto arriba se pueden leer las del año pasado (las tres) y las del anterior, y pronto se podrán leer las de este año; estoy deseando, por saborear tranquilamente el 1º y 3º, que, con los nervios, no me enteré bien, bien.
Y después, un refrigerio que no os podéis imaginar qué bien estaba, nada de racaneo, me sorprende que una asociación como ésta, con pocas ayudas, solo el aporte de socios y familiares y algunos voluntarios, sepa hacer las cosas mejor que tantos ayuntamientos que...¡bueno, me callo que me indigno otra vez!
Anais y yo, que estamos con la puta dieta desde que dejamos de fumar, pues comimos... claro... sintiéndonos culpables pero ¡estaba todo tan bueno! Había hasta langostinos, eso no engorda, así que... que sí, que comimos, nada de inapetentes damiselas, pero no fuimos las únicas, claro, los platos se vaciaban y los volvían a llenar, y cuando nos fuimos todavía estaban llenando platos y pasando dulces, pero ya no teníamos mucho más que hacer allí.
Tuve que firmar el "recibí" y M.P. inmortalizó el momento.
Observad la sonrisa de tonta que saqué en la foto de arriba, como si estuviera mirando un tierno gatito, o a mi hijo recién nacido, por Dios. Y es que la chica de la chaqueta roja me estaba diciendo lo que le había gustado mi relato (qué me iba a decir, ¿no?) y que quería leer el otro, "Desde Mi Olvido", porque le habían dicho que era muy bonito también y que se había quedado a las puertas del premio... -lo que me deja perpleja, porque se supone que las plicas no las abren, ¿no?- Yo estaba contestándole algo de que era "muy romántico", y M.P. disparó... y
voilà la cara que he sacado... y bueno, es de las mejores, que hay fotos que he tenido que borrar a toda marcha porque vaya coco.
Así que, chicos, por fin tengo un premio en metálico, y he asistido a una entrega de premios, me he puesto nerviosa pero no tanto, y me he acordado un montón de mi padre, que recibió tantos premios y yo casi nunca pude asistir con él, pero iba con mi madre y luego contaban lo bien que lo habían pasado, y lo orgullosa que mi madre se sentía de él, cómo le aplaudía la primera siempre, en fin, me acordé mucho de ellos.
Además, podéis observar el azul de mis uñas, no iba a renunciar a ser un poco "yo" a pesar de que me puse chaqueta, botas de tacón, pinturas de guerra... vamos, que me arreglé casi formal, me divertí un montón eligiendo la ropa, alisándome el pelo (luego estuvo lloviendo todo el día, así que se me fue rizando, pero se quedaba bonito). Tengo que dejar de ser tan negativa y pensar que estoy gafadita en todo, ¿no? Ayer lo pasamos bien, fue todo guay y pis pas, hala.
Y ahora os planto el relato, supongo que no vais a tener ganas de leerlo después del pedazo de entrada, pero no pasa nada, yo lo pongo porque el pobre se lo merece, que ni yo confiaba en él, y ya está.
La Escalera De Cristal
La
mente domina el cuerpo;
la mente no siempre domina la mente.
Franz
Herber
La verdad
es que si me he puesto hoy aquí, en este rincón, de espaldas a todos y frente a
este viejo cuaderno, es porque necesito hablar de ella, porque no la he
olvidado ni la olvidaré nunca y porque, hagáis lo que hagáis las demás, para mí
no tenéis nada que hacer. Lo siento, chicas.
Katrina era…
¿cómo podría expresarlo? Era la luz cegadora del relámpago, la espuma en la
catarata, el “do” de pecho. Lo más. (Claro que también podía ser el trueno, el
rayo, el abismo… lo peor, ya lo sé). Con ella no te aburrías nunca, eso puedo
jurarlo. Era arrolladora, alegre, traviesa, vivaz, desconcertante… Era… ella:
¡Katrina! ¡La estrella más radiante, mi estrella fugaz!
-La hija de
la loca –señalaba mi madre, y lo decía con un desprecio que me inundaba el
pecho de rabia-. No quiero que te acerques a ella y no te lo digo más.
Bueno,
nunca le hice caso, ¡normal! Ya sé que era mi madre y todo eso de que a los
padres hay que respetarlos y obedecerlos y blablablá, pero si tu madre te dice
que te tires a un pozo… no sé tú, pero lo que es yo, como mucho, le digo “sí,
mamá”, y me voy corriendo lo más lejos que pueda.
Con esto
quiero decir que mi madre, aunque sea mi madre, no siempre tiene la razón, y
que en todo lo que se refería a Katrina se alteraba tanto que perdía el juicio.
De verdad.
Por aquel
entonces yo tenía quince años y no entendía mucho de sutilezas, así que le
conté a Katrina que mi madre no quería que me juntara con ella, pero que por
mí, que se peinara “p’atrás”. La verdad es que tuve poco discernimiento, ya que
se lo dije en uno de esos días en los que lo mejor era adorarla de lejos,
porque a veces Katrina sacaba el genio y, lo juro, daba más que miedo.
¡Ya lo creo
que sacó el genio: se subía por las paredes! Yo miraba fascinado su boca, el
movimiento imparable de sus labios, sus facciones que se deformaban por la
furia, todo por no mirarla a los ojos. Aquellos no eran los ojos de “mi
estrella”, los lagos glaucos en los que yo podía perderme durante horas. Se le
achinaban, turbios, casi negros, miraba de reojo, era una cobra en el punto
álgido del ataque. La más pura expresión de odio vibraba en ellos. Si no la
hubiera visto así otras veces, me habría muerto de miedo (y de pena), pero
sabía que al poco rato se suavizaría, me pediría perdón, lloraría… Y sabía, sin
ninguna duda, que yo lo olvidaría todo inmediatamente y seguiría adorándola,
porque ella era –y le encantaba que se lo dijera- la estrella blanca que guiaba
mi camino.
Lo que me
iba quedando claro era que más valía no hablar con ella de muchas cosas. Esto
no me importaba mucho: prefería mil veces escucharla. Era brillante, su charla
burbujeaba. Podía hacerme reír, hacerme reflexionar, hacerme llorar (pese a mi
vergüenza) con sus palabras y con su música.
-Es
igualita que su madre, no tiene mesura, siempre llamando la atención –decía mi
madre-. Eso sí, trabajadora como ella sola, pero una veleta, nunca sabías por
dónde iba a salir. Pobre Luis, con lo buena persona que era, le tocó enamorarse
de una mujer como ella. Lo mejor que hizo fue tirarse al río.
Cuando fui
dejando de creer que todo lo que decía mi madre iba a misa, me preocupé de
enterarme por otras fuentes. La madre de Katrina había sido… “rara”. Lo mismo
era la más alegre y alborotadora del mundo como caía en unos pozos negros de
depresión de los que parecía imposible sacarla. Cuando nació su hija, todo
pareció empeorar. Dicen que las peleas que se oían en su casa eran de órdago,
que se ponía tan violenta que tiraba cosas, rompía puertas, platos, jarrones. ¡Atacaba!
A veces se volvía contra sí misma, se arañaba, se arrancaba el pelo. Un día,
cuando Katrina tenía nueve años, su padre la cogió y se marcharon. La madre se
encerró en la casa, no la veían salir ni a la compra, hasta que una noche…
debió salir. La encontraron en el río, flotando bocabajo, con el vestido que se
había hecho para la primera comunión de su niña.
-Yo sé lo
que ella sentía –me dijo una noche Katrina. En los últimos tiempos hablaba
mucho de su madre. Aquel día ella había estado rara, distinta. Ni furiosa ni
eufórica, tampoco aislada ni apática. Se la veía como dulce, nostálgica, con
espíritu de adiós. Rasgueaba las cuerdas de su bandurria al azar, arrancándole
unas notas extrañas, casi inquietantes.
Estábamos
sentados en el porche de su casa, a oscuras. Las nubes pasaban deprisa y de
cuando en cuando descubrían una luna muy redonda, muy blanca, que parecía al
alcance de mis manos.
No me
atreví a preguntar, no fuera a cambiarle el humor. Por aquel entonces yo tenía
dieciocho años y ella veinticuatro, y yo no era ya el adolescente enamorado de
su vecinita. Sabía que Katrina tenía otra vida, le había sostenido la cabeza
muchas veces después de embriagarse en alcohol como si no hubiera mañana; había
secado sus lágrimas cuando se enamoraba loca y profundamente de alguien que la
abandonaba; había sufrido sus etapas creativas, cuando cogía los pinceles (sí,
también pintaba) y no podía descansar ni de día ni de noche, como si la vida le
fuera en ello: imágenes hermosas y extravagantes de un colorido imposible que
parecían absorberte hasta más adentro del fondo del cuadro. Y, sobre todo,
había aprendido a mantenerme fuera pero cerca, al alcance de su desamparo,
cuando la furia la enloquecía cubriéndole los ojos con aquel velo negro y
retorcido que no era odio sino impotencia, miedo, dolor.
-Sé lo que
la vida fue para ella porque para mí es igual –continuó Katrina aquella noche,
con la mirada ausente-. Es como subir una escalera de cristal, radiante, hasta
el cielo. No hay nada más hermoso. El problema es que luego… hay que bajarla,
sabes, y cuando bajas vas mirando los peldaños para no caerte, y cuando los
miras, el cristal lo desfigura todo; lo que al subir parecía belleza se
convierte en deformidad, se burla de ti, y sigues bajando más deprisa para no
verlo, y mientras más bajas, más feo, oscuro y decepcionante es todo, y bajas
más y más, y te hundes. Y cuando estás hundido, al fondo, ya no te atreves a
subir, porque el cristal es frágil y se puede quebrar bajo tus pies, y entonces
volverás a caer, y piensas que tal vez… sólo tal vez… ya no tengas ánimos para
subir. Porque te preguntas: ¿y para qué?
Durante un
rato pareció olvidarse de mí, aunque sus dedos se deslizaban sobre mi cabeza,
jugueteando con mi pelo como si todavía viera en mí a aquel niño que yo ya no
era.
-Yo, ahora,
estoy… intentando subir… más despacio -dijo,
al cabo. Yo no dije nada, solo acaricié su mano y la apreté un poquito, para
que supiera que siempre, siempre, dijera lo que dijera, yo estaría allí.
Ya sabíamos
los dos que su cabeza “no funcionaba bien”. Su madre había padecido trastorno
bipolar (lo que antiguamente se llamaba “psicosis maníaco-depresiva”) y Katrina
lo había heredado, lo que en pocas palabras quería decir que pasaba de estados
de una euforia y actividad intensísimos a lo más oscuro y doloroso de la
depresión; cuando estaba “alta” brillaba como un sol ardiente, podía quemar, me
consta, pero también podía alcanzar los mayores éxtasis, o pintar el cuadro más
impactante del mundo, o componer música de ángeles o diablos, o enamorarse como
Julieta, o hacerme creer que tenía el cielo en sus manos y que lo compartía
conmigo. En aquellas primeras épocas, Katrina se reía diciendo que ella era mi
estrella bipolar, y no parecía importarle su “locura”, porque, según
afirmaba, aquel subidón era “la verdadera felicidad”. Pero después llegaban sus
furias (de eso procurábamos no hablar mucho,
el recuerdo nos dolía demasiado) y más tarde empezaron a llegar los días
“de pozo”, aquellos en los que Katrina no era nada, nadie, ni su propia sombra,
aquellos que cada vez duraban más. Yo quería que ella fuera al psicólogo, al
psiquiatra, adonde pudieran ayudarla, pero algo me impedía insistir. Nunca
parecía ser el momento: cuando estaba eufórica no me hacía caso, cuando estaba
en su pozo no me escuchaba, cuando me iba a mi casa yo me llamaba cobarde, cobarde,
cobarde, y el círculo se cerraba, y siempre era igual.
Yo era muy
joven, creí que bastaba con seguir siempre a su lado, leal, contra viento y
marea, creí que el Amor lo podía todo, no supe pedir para ella la ayuda que tanto
necesitaba. Y aunque ella nunca lo supiera, por no traicionarla, por respetar
su confianza, le fallé.
Una mañana
de marzo, Katrina se fue. Algunas semanas después recibí una carta suya en la
que se despedía, una carta muy, muy larga, cariñosa y deshilvanada. Después de
un invierno en el que había vivido un gran amor, una gran decepción y varias
semanas de pozo negro, no puedo decir que me extrañara su partida: de alguna
manera se había estado despidiendo cada día, cada noche, muy despacio, con esa
ternura dolorosa con la que nos despedimos de lo más amado. Se había quedado
tan delgada que parecía transparentarse, porque cuando se enamoraba, Katrina no
comía, se alimentaba de amor y alcohol, y cuando la dejaban (y siempre la dejaban)
rellenaba su vacío engullendo más y más, y después se metía el cepillo de
dientes hasta la garganta, vomitaba y volvía a devorar. Cuando yo le reprochaba tímidamente, ella se
encogía de hombros: otra manía más, la hija de la loca había heredado la locura de su madre.
Han pasado
los años… no muchos, sólo una eternidad. Ayer recibí una carta. Reconocería
entre un millón su escritura, los palitos larguísimos de sus letras, la
inclinación…
Era muy
corta, no como aquella con la que se despidió. Me la sé de memoria. Dice así:
Querido
Carlos: subir escaleras de cristal es muy, muy cansado y,
para subir de nuevo, siempre tengo que volver
a bajar, y el cristal cada
día
me da más miedo.
>Estoy pensando que tal vez, sólo tal vez,
tenga alas y pueda volar…
Esta
mañana, la noticia ha corrido por el pueblo: Katrina, la hija de la loca, ha saltado desde lo más alto de
un puente, allá en su gran ciudad.
Mi madre ha
dicho:
-Hay qué
ver, con lo bien que pintaba… Dicen que era una artistaza como la copa de un
pino, sus cuadros valdrán un dineral… -y después, con un suspiro, me ha mirado
de soslayo y ha añadido, incongruente-: Pero, claro, la cabra siempre tira al
monte…
Katrina, mi
estrella bipolar, te dejé sola. Yo quería haber estado siempre a tu lado para
ayudarte, para amarte, para compartir tus sueños y cogerte de la mano cuando
sintieras que los escalones de cristal se rompían bajo tus pies. Yo era muy
joven… no lo seré más. Cuando estabas en el fondo de tu pozo negro no se oía tu
voz pidiendo ayuda, pero sé que la pedías, lo sé. Tenía que haberla pedido yo
por ti, yo con mi voz que podía gritar más alto, con mis manos fuertes que no
se tendieron hacia ti lo bastante, ¡con tanto amor como me desgarraba el
corazón! Si tú no tenías valor para luchar, tendría que haber luchado yo por
ti, y tú habrías empezado a subir aquella escalera de cristal, poquito a poco,
y tal vez habrías conseguido detenerte en medio… o tal vez no… pero con mi
apoyo, y con el apoyo de tantos –médicos y enfermos, guerreros todos que luchan
con denuedo en la batalla-, algún día habríamos cegado el pozo para que no
cayeras más en él.
Katrina, mi
amor, esta noche he venido, como tantas, a sentarme en el porche polvoriento de
tu casa. La madreselva lo ha invadido todo con sus blancas flores –“rosas de
miel” las llamábamos, ¿recuerdas?- que se van volviendo amarillas, como las
páginas de aquel libro de poemas olvidado. El viento juguetea entre las hojas y
yo quiero creer que escucho, muy quedito, aquella vieja melodía que arrancabas
a tu bandurria. Y me pregunto tantas, tantas cosas…
Katrina, mi
Katrina, sobre el pozo brilla una estrella muy blanca, muy pequeña, una
estrella que no había visto nunca y que hace guiños a escondidas de la luna,
guiños que son sólo para mí.
Yo también
me pregunto, sólo me pregunto, si al final descubriste que sí podías volar…