Tengo esta foto guardada desde enero. ¡No puedo presumir de "lo pienso y lo hago", no! Ya sabéis que últimamente -bueno, hace mucho ya- voy a trancas y barrancas, igual estoy exultante que me hundo en mi pozo, igual tengo tantas cosas que hacer que no doy abasto que me quedo mirando a la nada con la más infinita desgana. La verdad, ya sí me estoy planteando muy seriamente ir al médico y empezar a tomar algo para la depresión. Parecía que todos los años la superaba al llegar la primavera, pero este año me siento como si estuviera constantemente esperando algo que no llega, y no llega, y se me pasan los días esperando no sé qué y sin disfrutar lo que tengo. Y temiendo al calor tremendo del verano cordobés. Y temiendo al invierno, después, que me trae la depresión cotidiana. En fin... ¡que estoy hecha un desastre!
Pero esta entrada la tenía prometida (a mí misma) desde que empezaron a florecer los primeros lirios. Estos fueron los primeros: tres lirios en la bajada del río, solitarios, ni uno más por ningún lado hasta dos semanas después. Eran como una sonrisa, como una promesa de primavera, calidez y dulzura. Me encantó verlos y me apenó un poquito cortarlos, pero sentía que estaban puestos ahí para mí, para alegrarme un poquito.
Estas otra foto es para Ester; se lo prometí también hace muchísimo, cuando empezaron las amapolas y ella comentó lo que le gustaban.
Y, aunque parezca increíble, me duró el ramo unos cuantos días, y después fueron cayendo uno a uno los pétalos rojos de las amapolas y los fuimos dejando sobre el platito que había bajo la jarra (porque la jarra perdía), estaban tan bonitos... M.P. puede ser irritante a veces (con los yogures sobre todo, sí) pero está pendiente de traerme flores, frutos silvestres y todo lo que se imagina que me puede gustar.
Este año, la primavera ha sido increíblemente florida, como nunca. Aquí en mi pueblo, y en Córdoba, según me dijo Anais, también, ha habido invasión de esas campanitas moradas que suelen crecer de poco en poco todos los años por el campo. Estaba el camino por el que solemos ir a pasear cada tarde tan petado que no se podía pasar, tuvimos que cambiar de itinerario, las campanitas te agarraban, te enganchaban, los cardos -gigantescos- se te pegaban a las perneras de los pantalones, y como se te ocurriera llevar piratas, ya podías reírte de ti mismo.
Esto no es nada, de verdad, para cómo se veía:
Lo que se ve al fondo, las barandillas blancas, es una parte del embarcadero, que el río lo destrozó en la crecida. Yo lo vi romperse en directo, fue grandioso y triste, el agua lo torció como a un sacacorchos y lo hizo tres pedazos. Unas semanas después los sacaron del agua y lo dejaron ahí -es el paseo del río-, ahora ya lo han llevado a otro sitio, esperemos que puedan arreglarlo aunque una parte se la llevó el agua no sé adónde y la otra está muy, muy deteriorada.
Las margaritas, en febrero, cubrieron todo el camino de la Fuente Agria:
Lindas, ¿verdad? Es una flor tan humilde, tan común, pero tan bonita y dulce que se hace querer más. Aunque os confieso que, desde pequeña, los lirios del campo fueron mis favoritos.
Cuando vivíamos en Niebla, los lirios solían empezar a florecer a finales de enero, y mi padre, que trabajaba al aire libre, en las canteras, siempre traía "los primeros lirios de la primavera" para mi madre. Era algo que marcó mi infancia, yo amaba esas flores, su color, su perfume, y lo que simbolizaban: el amor imperecedero de mis padres.
Después, tenía yo catorce años recién cumplidos cuando nos vinimos a vivir a Córdoba, y dejé de ver los lirios. Ya en Villafranca, empecé a buscarlos cada año: mi madre me dijo que los había por el Cerrillo, y yo fui a buscarlos y no los hallé. Ni en la Fuente Agria. Ni en el río. Años y años añorando los fragantes lirios silvestres. Una vez, yendo al mercadillo de Albendín -allá por donde Cristo perdió el boli- vi a lo lejos una mancha lila y supe que allí estaban. Le rogué a mi ex que parase, que me acercase -había un camino- pero me dijo que otro día, que llevábamos prisa. No volvimos por allí.
Tantas ganas tenia de volver a ver los lirios que organicé un viajito de dos días a Niebla, en febrero, solo para buscarlos. Eso ya cuando estaba con M.P. Y dos días antes de irnos, fuimos a dar un paseo con la moto, camino de El Carpio -el pueblo vecino- y, de pronto, a un lado de la carretera, ¡los vi! ¡Montones y montones de lirios! Fue una orgía de reencuentro, lloré y reí, fui tan feliz... Y ¿sabéis lo mejor? Desde aquel año -fue en 2009. todos los años veo lirios, muchos lirios, y sí que crecen aquí, en el Cerrillo, en la Fuente Agria, en el camino del río... Solo que yo los buscaba siempre demasiado tarde. Y son tempraneros, poco después de Navidad empiezan a salir, pequeños, humildes, tímidos, bellos y dulces, ahí están. M.P. me los trae siempre en cuanto los ve; también vamos juntos a verlos y a recrearnos. Los adoro. Tienen el tallo muy corto, quizá no luzcan como una rosa, ni siquiera como un ramillete de amapolas, pero, para mí, son un símbolo inolvidable.
También quiero poner aquí las fotos de una higuera que nos impresionó por lo tremendamente cargada de higos -todavía verdes- que está. Y es que se siente protegida, creo yo, porque ha nacido en medio de un enorme rosal silvestre. Es casi imposible llegar a los frutos, y por eso crecen tan lujuriosos, tan frondosos, sabiendo que si alguien estira la mano para cogerlos, su protector el rosal les pinchará sin dudarlo.
A la vez que las fotos, voy a poner también un poema que leí hace muchos años. De hecho -otra batallita, por Dios- fue mi tía Herminia quien me lo enseñó, copiado por ella en un papel, lo había leído en la Biblioteca y lo había copiado para mí porque supo que me iba a encantar. En efecto, era -es- hermoso, tierno y lleno de dulzura. Es de Juana de Ibarbourou, lo que he leído de ella me gusta mucho.
Porque es áspera y fea,
porque todas sus ramas son grises,
yo le tengo piedad a la higuera.
En mi quinta hay cien árboles bellos,
ciruelos redondos,
limoneros rectos
y naranjos de brotes lustrosos.
En las primaveras,
todos ellos se cubren de flores
en torno a la higuera.
Y la pobre parece tan triste,
con sus gajos torcidos que nunca
de apretados capullos se visten...
Por eso,
cada vez que yo paso a su lado,
digo, procurando
hacer dulce y alegre mi acento:
"Es la higuera el más bello
de los árboles todos del huerto".
Si ella escucha,
si comprende el idioma en que hablo,
¡qué dulzura tan honda hará nido
en su alma sensible de árbol!
Y tal vez, a la noche,
cuando el viento abanique su copa,
embriagada de gozo le cuente:
"¡Hoy a mí me dijeron hermosa!"
Juana Ibarbourou
¿Verdad que es un poema que llega al corazón?