miércoles, 6 de febrero de 2013

 Resulta que no puedo escribir gran cosa porque tengo desde el día de Reyes una tendinitis en el pulgar de la mano izquierda que parecía que se quitaría en una semana pero ya lleva un mes y empeorando... No debí ser muy buena en 2012, y en vez de carbón, pues... me tocó la china.
 Creo que la mayoría ya lo sabréis porque lo he ido poniendo en varios de los comentarios, pero como ya llevo casi el mes sin hacer ni una entradita, he pensado insertar un relato medio corto, el primer relato corto que escribí en mi vida, hace tres años. Hay qué ver, me parecía imposible escribir -yo- un relato corto porque siempre necesitaba páginas y páginas para enrollarme, y cuando lo concluí me sentí súper orgullosa de mí y creí que sería el primero y el último. Qué poco me conocía a mí misma, con lo pesadita y obsesa que soy para todo, cómo iba a ser el único, hija mía.
 Bueno, pues ahí va. Por lo menos así os demuestro que sigo vivita y coleando, aunque a veces no lo parezca.
 Y solo este párrafo, ya me duele la manita, vaya asco.


                                                      LA HORA CERO



No sé por qué esta mañana me vestí de blanco.
El blanco es símbolo de pureza. El color de las novias; el color de las vírgenes. El color de las víctimas que se ofrecían a los dioses…
Exactamente. La víctima –yo- está dispuesta para el sacrificio.
Camino por la calle mirando concienzudamente cada escaparate, tarareando una cancioncilla, intentando prestar atención a cada minucia.
Pero no es fácil engañarse a uno mismo; soy consciente de estar asustada.
Tengo miedo.
No pude dormir esta noche; las pocas veces que el sueño me vencía y los ojos se me cerraban acababa despertándome, sobresaltada, la boca llena de saliva pastosa. Y siempre, siempre, veía ante mí la misma escena: esa puerta cerrada, maciza, ciega e indiferente ante mi terror.
Esa puerta hacia la que mis pasos me llevan inexorables. 

Mi vestido blanco revolotea en torno a mis piernas. Tendré miedo, pero me niego a andar despacio. No intentaré retrasar el momento.
(¿Y si echara a correr?)
Nadie puede decir de mí que sea cobarde. He agarrado la vida por los cuernos, retorciéndola a mi antojo; me he enfrentado con la cabeza alta a muchos avatares que habrían hundido a cualquier hombre. Soy mujer, soy valerosa, soy denodada.
Pero… ¡ay! la vida a veces no tiene suficiente, y abre su boca inmensa, ávida de todo lo que uno ansía retener.
Mis reflexiones resultan inconexas pero debo perdonarme estas divagaciones. Tengo derecho; hasta tengo derecho a un escalofrío de temor.

  Ya estoy en el portal. Miro alrededor con una buena imitación de curiosidad banal: suelos relucientes, amplitud, plantas que trepan amenazadoras; el helecho de siempre (¿cómo conseguirán que no amarillee ni la punta de una hoja? ¿Será que lo cambian cada semana?) El ascensor, frente a mí, se parece demasiado a una boca abierta.
No importa: ahora que estoy tan cerca, no tengo preferencias. Devorada, torturada… que decida el destino, es más cómodo.
Contemplo mi imagen en el espejo. Quizá la mirada me delate… los ojos desorbitados, las pupilas demasiado dilatadas, los labios lívidos.
El destino parece querer adelantar el fin de mi martirio: el ascensor se detiene, silencioso. Salgo.
Las piernas me pesan toneladas. Ahí está, igual que en las pesadillas de mi noche insomne, oscura, inconmovible, la puerta. Cerrada para mí. La puerta a la que tanto temo, y desde hace, ¡ay!, tanto tiempo.
Pero era lo acordado, y yo, la víctima, sé que el sacrificio debe culminarse: la puerta se abre.
(¿Y si echara a correr?)
- Adelante.
(¿Quieres pasar a mi habitación?, dijo la araña a la mosca).
Es más valiente quien se vence a sí mismo que quien conquista un castillo. Avanzo, un pie delante de otro… ¿un tanto rígida?: sí, mucho; la mueca que estira mis labios no consigue separar mis dientes, que parecen soldados.
Si al menos todo acabara de prisa… Esta agonía es más terrible que la tortura que espera sin remisión. Pero todo tiene su protocolo; no soy la única. Nunca lo he sido. Y, seguramente, ¡tampoco la más cobarde!
De nuevo, insidiosa, la pregunta: ¿y si echara a correr? Pero no voy a hacerlo. Lo sé… porque ya lo hice una vez. Huir no sirve de nada: me tienen atrapada. No tengo escapatoria, nadie que caiga aquí la tendrá. Puedo dar un salto, abrir esa puerta, correr por las escaleras hasta quedarme sin aliento… incluso disfrutar algunos días de libertad. Pero tarde o temprano la trampa volverá a cerrarse sobre mí. Y volveré. No puedo escapar a este destino. Nadie puede: lo sufres hoy o lo sufrirás mañana. El lento dolor sin esperanza o la tortura que te arrasa de una vez por todas.
Miro a mi alrededor, tímida y desafiante. Es extraño: todos –son tres- me parecen siniestros. ¿Acaso yo también se lo parezco a ellos? Les miro, me miran. No hay sonrisa en sus rostros. ¡Estamos en el mismo barco! ¿O no? ¿Acaso alguno de ellos tiene la certeza de que escapará indemne? ¿Cuál es? Quiero saberlo, para poder odiarle esta mañana.
Ahora quedan dos: un hombre y una mujer. Aparto la vista, cansada de hacerme preguntas.
De pronto, suena un móvil. Un rayito de esperanza que se apaga indefectiblemente aprisa: la mujer busca en su bolso, lo saca, lo mira, se levanta titubeante. ¿Va a marcharse? ¡No puede ser! Quiero gritarle: ¡no! Su deserción me daña.
Pero, no. Se sienta y me mira, serena y fijamente. Yo le devuelvo mirada por mirada. Gano: entorna los ojos y se recuesta, como si aquello no fuera con ella.
  
 Ahora entra en la habitación, con andares felinos, la carcelera. Trae un vaso de agua y una pastilla blanca, diminuta, en un platito. Me lo tiende, ordenando con engañosa suavidad:
- Tómesela, por favor.  
La boca se me seca. Imposible tragar saliva, y mucho menos una pastilla. Pero negarme sólo empeorará mi situación.
Bebo toda el agua y trago la (¿inocua?) pastillita. No es veneno; si acaso, me volverá más dócil. No comprenden que estoy al cabo de mis fuerzas, que esta vez ni siquiera intentaré resistirme.
En voz muy baja, susurra:
- Será la última vez.
¡Oh, cómo quisiera creer en sus palabras! ¿La última vez? No, no me dejaré engañar. Nunca, hasta la muerte, es la última vez. Me tienen pillada. Pasará tiempo, olvidaré momentáneamente este sufrimiento, pero nunca será la última vez.

No queda nadie más. Esta espera es tan angustiosa que necesito gritar, aullar, desgarrarme la garganta. Intento cerrar la mente al presente, me recito poesías… ¿Para qué? El esbirro vuelve, se acerca, me mira: 
- La hora.
No puedo moverme. Imposible dar un solo paso. Mas cuando veo que avanza hacia mí, hago un esfuerzo sobrehumano. Me levanto. Yo sola, voy recorriendo ese pasillo, tan corto, tan largo.
En el techo, luces blancas que me aterrorizan. Él está allí; sus ojos fríos como el mar me miran indiferentes.
No puedo más. Mis piernas se doblan como las de un pelele. Me desplomo en el sillón.
Mi boca se abre desmesuradamente, pero ni un sonido surge de mi atribulada garganta.
Es mi hora cero.


 Esta mañana me vestí de blanco.
Blanco como las novias; blanco como las vírgenes. Blanco como la primera página de un libro por escribir.
Mi falda revolotea acariciándome las piernas, y yo sonrío -lo intento- sin sentir la boca dolorida. 
Me detengo un momento, miro al cielo azul, y levanto un puño, alto, como una ofrenda.
- Juro ante Dios Todopoderoso que me lavaré los dientes cada día de mi vida –declamo, y me echo a reír, liberada, ¡feliz! 

         Además, ¿de qué tenía tanto miedo?: esta vez el dentista no me ha hecho ni el más mínimo daño.



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Ana Vega Burgos
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