sábado, 28 de enero de 2012


PRESENTIMIENTO

Me moriré en un día del mes de enero.
Lo sé, pues me lo anuncia el corazón.
Este mes que amo tanto será el último...
o tal vez el primero... ¡qué sé yo!

No me asusta la muerte, que es la amiga
que nunca falla y siempre viene, fiel.
Mas me aterra el dolor de no tenerte,
y la Nada, y el ser y ya no ser.

Cuando empiece ese año, nuevo y frío,
y la esperanza sea resignación.
Cuando los Magos vuelvan a su Oriente
y antes de que el almendro luzca en flor.

Me moriré en un día del mes de enero.
¿Será fácil morir?
Me moriré sin ver la primavera.
Ya no abrirán los lirios para mí. 

Duele el amor, y el desamor. La ausencia
ya está doliendo antes de llegar.
Duele el recuerdo de lo que has perdido
y que ya nunca, nunca más tendrás.

Tal vez la muerte sea, al fin, un bálsamo
que en dulzura convierta mi dolor.
Si es la Nada, no importan las preguntas.
Y... ¡qué hermoso, si es Dios!

Me moriré en enero; mas yo creo 
que si en "aquella orilla" no hay abril
tal vez en primavera veas mi sombra
vagando entre las rosas del jardín...

                                           Jana




lunes, 9 de enero de 2012

   Como no tengo excusa de ningún tipo, sólo me queda desearos

                             FELIZ 2012
                                                para todos.
   Y como últimamente la pereza puede más que yo, intentaré volver a poner al menos una entrada de vez en cuando, una por semana... espero... lo intentaré porque, aunque es verdad que vengo cansada y que hace frío, todos venís cansados e incluso más que yo, que sólo trabajo cuatro horas, y todos (supongo) tenéis frío, y sin embargo no abandonáis vuestros blogs como he hecho yo este último mes. Tenía pensadas entradas de felicitación, alguna canción, algún poema, y el relato que voy a poner ahora, que lo escribí hace más de un año y aunque es muy inocentón me parecía que quedaría bien para Navidad, pero al final estamos a 9 de enero y no he hecho nada. Bueno, he hecho tres bufandas (una para mi niña, otra para la novia de mi hijastro y la tercera para mí) y he leído muchísimo, pero libros que ya conocía "par coeur", aunque  siempre me parecen nuevos: de Ágatha Christie y de Jane Austen. También he pasado un gripazo bastante bestial, y pude salir a bailar en Nochevieja, y además no me dolieron ni los pies, ventaja de estar todas las mañanas corriendo por la guarde.
  Siempre se hace algo, aunque no lo parezca...
   Y ya no digo más. Intentaré de verdad volver a las buenas costumbres de antes, y empiezo con el relatito:


                                                         
                                                              LA   MUÑECA   TRISTE

-¡Piiiiiii...! ¡Piiiiiiii...! -pitaba el trenecito, tratando de aumentar su velocidad al pasar por las curvas.
-¡Más deprisa! ¡Más deprisa! -le animaban los cow-boys, firmes sobre sus bases planas de plástico. Uno de los indios se tambaleó, a punto de caer.
El relincho del caballito balancín sonó como una risa.
El ratón pardo se cruzaba a saltitos por las vías, siempre atento a que el tren de juguete estuviera bastante lejos de él.
El plumero se agitaba rápido,como si bailara, y a veces les hacía cosquillas a todos, y todos reían.
La única que no reía era la muñeca.
-Vamos, tonta, ¿no estás aquí mejor que abajo? -le dijo, razonable, la estufa vieja, que ya no calentaba.
La muñeca no contestó, pero se acercó a la estufa como si sintiera su inexistente calor.
-¡Piiiiiiii...! -volvió a gritar el trenecito rojo, deteniéndose despacio, un poco cansado.
Toda la exhibición en honor a la muñeca triste estaba resultando inútil. Los cow-boys bajaron de un salto, subieron a la diligencia y la miraron desde allí.
El ratón se le acercó, todavía jadeando.
-Pero no llores -le dijo, al sentir que una lágrima mojaba su cabeza, como una ducha templada.
-¿Por qué no me quieren ya? -repitió la muñeca. Era lo único que había dicho en los días que llevaba allí arriba, arrinconada en el desván.
-No es que no te quieran -le aseguró el plumero-. Es que tienen otras distracciones: la Play Station, el ordenador... juegos que no ensucian, y que hacen poco ruido porque se pueden poner esas cosas en las orejas. Así no molestan a sus padres, que están siempre ocupados.
-Pero Laurita dormía abrazada a mí todas las noches... -dijo la muñeca.
-Antes también dormía abrazada a mí -terció desde un rincón un osito de peluche al que le colgaba el botón negro y brillante que le hacía las veces de ojo-. Hasta que viniste tú.
-Lo siento mucho -se disculpó la muñeca, mirándolo apenada.
-¡Pero si yo no estoy enfadado contigo! -le aseguró el osito-. Es ley de vida. Aquí soy muy feliz, siempre jugamos y nadie se da cuenta si nos movemos de un lado a otro.
-Pero ¿no echáis de menos a los niños? -preguntó, extrañada, la muñeca.
El trenecito rojo pitó, afirmando:
-¡Sííííííííí...! ¡Síííííííí...!
-Pero tenemos que adaptarnos -le explicó un indio que permanecía siempre agazapado, con una rodilla apoyada en la base sobre la que se mantenía derecho.
-¿Y ya vamos a estar siempre aquí? -preguntó la muñeca.
El osito negó con la cabeza, explicando:
-Cada año sube la mamá, escoge a varios juguetes y los mete en una gran caja de cartón. Pero, si eres lista, cuando oigas los pasos te esconderás.
-¿Por qué?
-No sabemos adónde se llevan esos juguetes.
-¡Yo sí lo sé! -intervino el plumero-. Los llevan “al or-fa-na-to”.
-¿Y eso qué quiere decir? -preguntó el ratón.
-No lo sé -bailoteó el plumero, despreocupado.
-Pero será mejor que te escondas -repitió el osito-. Yo me meto dentro de la estufa.
-¡Y yo! ¡Y yo! -aseguraron otros juguetes.
La muñeca pensó que no se esconderia. No sabía qué era un “orfanato”, pero ¿y si era mejor que el desván?
    Pasó el tiempo y cada día hacía más frío. Primero, las hojas de los árboles fueron poniéndose doraditas, como los panes que traía Mamá de la compra; después, una tras otra, fueron cayéndose de los árboles.
La muñeca miraba desde el ventanuco del desván y preguntaba: ¿adónde irán las hojas que se secan?, pero nadie sabía darle una respuesta.
Después empezó a llover. Llovía, y el agua formaba arroyitos en las calles, que se llevaban las hojas entre remolinos castaños. Cuando dejaba de llover y el sol salía, templando un poquito el paisaje invernal, los charcos brillaban y el agua hacía extraños arco iris al mezclarse con el aceite de los coches.
Más tarde el frío se fue haciendo muy intenso. La muñeca se estremecía, siempre asomada a la ventana, y una tarde, un poquito antes del anochecer, descubrió que del cielo descendían despacio plumones blancos como la espuma.
-Está nevando -le explicó la escoba vieja-. Ya mismo será Navidad.
Aquella noche Mamá subió con una caja. Todos los juguetes que pudieron corrieron a esconderse. Al trenecito no le dio tiempo, y Mamá lo cogió por las vías y lo guardó en la caja. La diligencia,llena de valientes cow-boys, corrió la misma suerte, y el roperito rosa, con sus vestidos de fiesta minúsculos, también.
La muñeca no se escondió. Siguió en la ventana, erguida, y Mamá la vio en el último momento, la cogió y la miró fijamente, nostálgica.
-Pobre muñeca -dijo, y la muñeca tuvo que hacer un esfuerzo para que sus ojitos pintados no se llenaran de lágrimas. Una muñeca no podía llorar, le habían dicho: se le borrarían los colores y se quedaría muy fea.
La muñeca fue a parar a la caja, y la caja, cerrada. Todo estaba oscuro dentro, y los juguetes guardaban silencio, asustados, sin saber qué futuro les esperaba. De vez en cuando, el trenecito hacía “pi...”
Tumbos, voces, un zumbido que les mareaba... Un golpe seco. Los juguetes entrechocaban. Y silencio.
De pronto, una luz hirió la oscuridad. Unas manos tiernas los fueron sacando uno a uno, envolviéndolos y colocándolos cuidadosamente bajo un gran árbol en el que chispeaban mil lucecitas de colores. 
La muñeca, estremecida de miedo, oyó muchas voces… voces de niños que se abalanzaban sobre el árbol.
-¡Un tren! -gritó alguien-. ¡Qué bien lo vamos a pasar!
Y, gozoso, el pitido de su amigo el trenecito rojo, corriendo alocado sobre las vías: “¡Piiiii! ¡Piiii!”
Un momento después, unas manitas rasgaron el papel que envolvía a la muñeca. Una dulce carita, unos ojos brillantes como la luna en el fondo de un pozo, una vocecita que decía:
-¡Es la muñeca más bonita del mundo!
La muñeca pensó: “¡pero si para esto fui hecha!”, y se acurrucó, feliz, entre los bracitos de su nueva mamá.
Afuera seguían cayendo blancos copos de nieve, como las plumas de las alas de un ángel.
Era la mañana de Navidad.

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Ana Vega Burgos
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